domingo, 3 de febrero de 2008

María Sabina
y los hongos
R. Gordon Wasson
L
a noche del 29 al 30 de junio de 1955, cuando asis-tí
por primera vez auna “velada” cantada por Ma-ría
Sabina en Huautla de Jiménez y, a invitación
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suya, ingerí por primera vez los hongos divinos, quedé
pasmado. Fue en el piso bajo de la casa de Cayetano García
y su esposa Guadalupe. La sencilla hospitalidad de nuestros
huéspedes, de sus hijos y parientes, todos vestidos con sus
mejores ropas, el canto de María Sabina y de su hija María
Apolonia, el arte percutivo de María Sabina y su danza en
las tinieblas, en combinación con los mundos distantes que
yo veía con claridad de visión nunca alcanzada por los ojos
a pleno día -tendido mi cuerpo en el petate y respondien-do
a mi tacto como si perteneciera a otro-: todos estos
efectos, compartidos por mi fotógrafo Allan Richardson,
nos sacudieron hasta el meollo de nuestro ser. Mis indaga-ciones
etnomicológicas me habían llevado lejos, pero ja-más
esperé una experiencia extraterrena como aquélla.
He aquí un oficio religioso, me dije entonces y por meses
después, que tiene que ser presentado al mundo de una
manera digna, sin sensacionalismos, sin abaratarlo ni volver-lo
burdo, sino con sobriedad y veracidad.
Sólo mi esposa Valentina Pavlovna y yo podíamos ha-cerle
justicia, en el libro que estábamos escribiendo, y en
revistas serias. Pero en vista de las simas de vulgaridad del
periodismo de nuestro tiempo, era inevitable que cundie-ran
por el mundo entero toda suerte de narraciones envile-cidas.
Lo previmos todo, y así fue, hasta el punto de que
los “federales” tuvieron que emprender una limpia a fondo
en algunos pueblos indios de las tierras altas mesoameri-canas
a fines de la década pasada, para deportar a una tur-ba
de balas perdidas que andaban por allí haciendo de las
suyas.
Mi esposa, y yo llevamos adelante nuestro programa, y
después yo solo, luego que ella murió a fines de 1958. Nues-tro
libro, Mushrooms Russia an History, apareció en mayo
de 1957, a un precio abrumador, se agotó en seguida y
nunca fue reimpreso. Publicamos artículos en Life y Life
en español, en This Week y en varias revistas especializa-das.
Necesitábamos con urgencia ayuda micológica, y de
inmediato nos dirigimos al profesor Roger Heim, en aquel
entonces director del Laboratoire de Cryptogamie del Mu-
séum National d’Histoire Naturelle, de París. Apareció en
el acto el alcance de nuestro descubrimiento. Se entregó
en cuerpo y alma a nuestros planes de trabajo de campo,
viajó varias veces a México y nos acompañó en pueblos
remotos de las montañas del sur de México. Roger Cailleux,
Su capaz asistente, consiguió por fortuna cultivar en el
laboratorio varias especies de los hongos divinos, la mayoría
nuevas para la ciencia. El profesor Heim se los entregó al
doctor Albert Hofmann, de Basilea, descubridor de la LSD,
para el análisis químico. El y sus colegas, los doctores
Arthur Brack y Hans Kobel, lograron aislar los principios
activos, a los cuales llamaron psilocibina y psilocina. El
doctor Aurelio Cerletti inició las investigaciones farmaco-biológicas,
y el profesor Jean Delay, de París, los estudios
psiquiátricos sobre la psilocibina y la psilocina. Fue así
como Valentina Pavlovna y yo tuvimos la suerte de reunir
un equipo de primera que cooperase en nuestra labor, y en
1958 el Muséum publicó un gran volumen espléndidamente
ilustrado, Les champignons hallucinogènes du Mexique, en
cuya portada figuramos Roger Heim y yo, mientras que los
demás contribuyeron con sus respectivos capítulos.
Nos asombró el interés despertado por nuestras activi-dades,
no sólo en la prensa (incluyendo libros cómicos
y tiras cómicas) sino entre los micólogos, uno de los cuales
nos hizo la merced de realizar un viaje relámpago de una
semana a México, donde no había estado nunca, entrevis-tar
a nuestros mismísimos informadores, estar pendiente
angustiosamente de la aparición de las publicaciones de Ro-ger
Heim, y apresurarse a verse impreso con el fin de ganar
una espuria prioridad.
En 1958 grabamos en cinta una velada completa, impre-sionante,
de María Sabina, y un equipo nuestro trabajó
sobre las cintas hasta 1974, cuando por fin publicamos
nuestro Maria Sabina Sings her Mazatec Mushroom Velada.
Los Cowan -Jorge y Florencia- redujeron las cintas a un
texto en mazateco, escrito en los caracteres que los lin-güistas
entienden; tradujeron el texto al español y al in-glés,
y fue publicado en tres columnas paralelas; Jorge agre-gó
un capítulo acerca del lenguaje mazateco; la notación
musical de la velada entera fue preparada bajo la supervi-sión
de Willard Rhodes, etnomusicólogo de renombre,
quien añadió un capítulo sobre música; contribuimos to-ഊdos a las notas, y yo escribí también el prólogo y un índi-ce
analítico; el conjunto iba ilustrado con mapas y foto-grafías
de la misma velada tomadas por Allan Richardson.
Harcourt Brace Jovanovich mostraron su amplitud de mi-ras
y su empeño en la publicación, acompañada de la
música en cassettes y discos. La impresión se debió a los
incomparables Mardersteig de Verona.
Tuve la impresión de que había alcanzado por fin la
meta que nos propusimos en 1955 --tratar como era debido
la velada de María Sabina-~, salvo en un punto esencial.
A María Sabina y a nosotros nos sobraba buena voluntad
mutua, pero para nosotros ella estaba detrás de una barre-ra
lingüística impenetrable, insuperable. Su persona caía
fuera de nuestro alcance. No tuve otro remedio que resig-narme
a este vacío en nuestra presentación al mundo de
aquel soberbio exponente de la antigua religión, por igno-rar
cómo salir adelante.
¡Imagínese, pues, mi sorpresa y mi alegría al conocer
en México en 1975 a Alvaro Estrada, indio mazateco, de
lengua natal mazateca, y al enterarme de que ya estaba re-cogiendo
de labios de María Sabina el relato de su propia
vida! Aquí, en el libro del señor Estrada, esta “sabia” octo-genaria,
ágrafa,’ nos cuenta cómo ha sido su vida, de sus
antepasados y de su dura infancia, de sus dos esposos que
partieron, de cómo conoció los hongos y se le revelaron en
un acontecimiento tan dramático como el de Saulo en el ca-mino
de Damasco, de cómo nosotros, los Wasson, entramos
en su vida, y de todo lo que siguió hasta ahora, cuando al
fin su peregrinar en este mundo se acerca a su término.
El relato que María Sabina ha hecho al señor Estrada y que
éste ha traducido para nosotros es (lo cual no es poca cosa)
exacto, por lo que se me alcanza, en el sentido en que pue-de
considerarse exacta la memoria de cualquier persona
ágrafa. María Sabina pertenece a la prehistoria, a la proto-historia,
casi sin fuentes documentales para verificar su me-moria
sin ayuda. Lo que dice, hasta donde estoy en condi-ciones
de juzgar, es exacto en lo esencial, pero todo está
un poco desgastado por los bordes -es ligeramente inexac-to.
Teniendo en cuenta su avanzada edad y el hecho de ser
ágrafa, me parece un logro notable por cierto. Lo que es
más: de estas páginas se desprende algo inapreciable para
todos nosotros, el retrato de una persona que tuvo una ge-nuina
vocación religiosa y la llevó adelante hasta el fin de
sus días. ¿Quién sabe? Acaso María Sabina no esté mal
situada para volverse la más famosa entre los mexicanos de
su tiempo. Mucho después de que los personajes del México
contemporáneo se hundan en el abismo olvidado del pasa-do
muerto, quizá su nombre y lo que representó persistan
grabados en la mente de los hombres. Lo merece de sobra.
Probablemente no es única, salvo en que, entre los chama-nes
de primera categoría de México, ha permitido hacerse
conocida más allá de los confines de su séquito personal en
tierra mazateca. Quisiera que los pintores y escultores
eminentes de México la buscaran y nos dieran su retrato,
y que los compositores tomasen nota de sus cantos tradicio-nales.
El drama de su estancia en este mundo necesitaba ser
asentado en letra impresa. Al menos esto último lo ha he-cho
admirablemente nuestro amigo Estrada.
En la historia de su vida, María Sabina no tiene una pala-bra
que decir acerca de la fuente de sus versos, de sus can-tos.
Para nosotros los del mundo moderno, preguntas así
se imponen. Para ella no existen. Cuando se le pregunta al
respecto, su respuesta es sencilla: las cositas (honguitos sa-grados)
le dicen qué decir, cómo cantar.
El abuelo, el bisabuelo de María Sabina fueron nota-
bles chamanes, también su tía y tío abuelos. Recientemen-
te, repasando mi colección de trasparencias tomadas duran-te
las muchas veladas a las que he asistido, me llamó la aten-ción
la omnipresencia de niños de toda edad, rodeándola
con reverencia y adoración. Se van a dormir, se duermen
con sus cantos resonando en los oídos. María Apolonia can-ta
su parte en la velada de 1958 con un niño en el rebozo,
estrechado contra el cuerpo de su madre: a más de oírla,
la criatura, desde el principio, siente a su madre cantar.
No hay duda acerca de dónde aprendió la sabia sus cantos,
sin esfuerzo. Desde la infancia, sus melodías y versos son
la trama y la urdimbre de su ser.
En 1955, después de asistir a dos veladas (mis primeras
dos) con María Sabina, mi programa me condujo a la sierra
costera, a San Agustín Loxicha, al sur de Miahuatlán, en
compañía del ingeniero Roberto Weitlaner. Allí pasamos
algunos días con Aristeo Matías, sabio de primera catego-ría,
y el martes 2 1 de julio asistimos a una velada que presi-dió.
Cantaba quedo, pero me pareció inconfundible que los
cantos eran los mismo de María Sabina. Cantaba en zapote-co,
lingüísticamente ajeno al mazateco, tan lejos de éste
como dos lenguajes pueden estarlo, pero ambas culturas
son del área mesoamericana. Registré en mi diario lo que
me pareció una semejanza musical y divulgué esta impre-sión
mía en Mushrooms Russia and History.
Pero esto no es todo. En 1967 el licenciado Alfredo Ló-pez
Austin, distinguido nahuatlato, publicó en Historia
Mexicana (vol. XVII, núm. 1, julio-septiembre) sus “Tér-minos
del nahuallatolli”, donde presentó a sus lectores una
lista de los términos reunidos por Hernando Ruiz de Alar-cón
en 1629 en su Tratado de las supersticiones de los na-turales
de esta Nueva España. Cuál no sería mi sorpresa
al descubrir en este Tratado, que se ocupa de la cultura ná-huatl,
notables correspondencias con las veladas de María
Sabina, según el texto de fa velada que dí a la luz en 1974.
He aquí algunos de los paralelismos:
1) Tanto María Sabina como el sabio náhuatl hacen una
detenida autopresentación (por usar la palabra de López
Austin), que en el caso de María Sabina comienza con pro-fesiones
de humildad y asciende a asertos de poder y aun
de capacidad de hablar con seres sobrenaturales casi en
términos de igualdad.
2) Ruiz de Alarcón señala cómo el sabio náhuatl insiste
en el amoxtli, “libro”, como procedimiento para llegar al
conocimiento secreto que usa. María Sabina emplea la pa-labra
española “libro”, para el cual no hay hoy palabra en
mazateco. Cuenta mucho en su mundo místico. Los amox-tli
de Ruiz de Alarcón son los códices pintados a mano de
los nahuas, que eran vistos con inmensa reverencia en el
momento de la conquista. Como ha señalado Henry Munn,
la Biblia y otros libros litúrgicos de la iglesia parroquial de
Huautla han remplazado a los códices de otro tiempo como
foco de adoración, pero en la mente de María Sabina se
ha generado un “libro” místico que le pertenece específi-camente
y que puede proceder de los amoxtli de tiempos
anteriores ala conquista.
3) Por partida doble se refiere María Sabina con admira-ción
a un Joven, vigoroso, atlético, viril, una especie de
Apolo mesoamericano, pero llamándolo Jesucristo ( ¡asom-brosa
confluencia de ideas!). Su colega náhuatl, más de tres
siglos antes, introducía una divinidad parecida en su cantar,
pero nos enteramos de que esta divinidad era Piltzintecuh-tli,
el Nobilísimo Infante quien, como el doctor Alfonso
Caso nos informa en su ensayo“Representaciones de hongos
en los códices” (Estudios de núhuatl, vol. IV), está recibien-do
de manos de Quetzalcóatl el don de los divinos hongosഊ26
en el Códice vindobonense, especialmente importante
para nosotros por dar el origen mítico de los hongos mila-grosos.
En la conciencia de María Sabina, y probablemente
de otros sabios florecientes hoy, hay una síntesis completa
de las religiones cristiana y anteriores ala conquista.
Si en las palabras de María Sabina descubrimos rasgos
que Ruiz de Alarcón recogió en los textos nahuas de su
tiempo, hace más de tres siglos, rasgos que para entonces
ya deben de haber sido translingüísticos en Mesoamérica,
los cantos que nuestras cintas nos ofrecen en mazateco y
que también escuchamos
2
en el zapoteco de San Austín
Loxicha deben de haber sido tradicionales ya entonces,
legado de tiempos muy anteriores a la Conquista. ¿Cuán
anteriores? Para este cálculo tenemos tres points de repère
para triangular hacia el pasado remoto, dos contemporá-neos
de nosotros pero distantes en el espacio -San Agustín
Loxicha y Huautlaa, el tercero distante de ellos en el
espacio y el tiempo -la cultura náhuatl de principios de
del siglo XVII. Debemos tener presente qué despacio, al
ritmo de un caracol, evolucionaron las culturas en la proto
y la prehistoria, antes de ser perfeccionado el arte de la
escritura. Debemos recordar cuán antiguo debe de ser el
culto de los hongos adivinatorios de Mesoamérica: la habi-lidad
de los indios como yerberos no era novedad cuando
Cortés cayó sobre ellos. Conocían empíricamente las pro-piedades
de todas las plantas que había a su alcance, con
una precisión que nos pone en vergüenza. El hombre anti-guo
dependía de tal conocimiento para sobrevivir. Por lo
que toca a Siberia, donde entre las tribus más remotas
las veladas con hongos sobrevivieron hasta nuestros días,
hay dos parecidos notables en puntos específicos del culto
de los hongos: 1) en ambos casos el hongo “habla” por
boca del sabio, que sólo sirve de vehículo para la voz del
hongo; 2) los hongos son visualizados como pequeños se-res,
varones, hembras o de unos y otros, del tamaño de
hongos, “duendes”, “payasos”, dados a toda suerte de
tretas gratas y traviesas -tricksters, en el vocabulario de los
antropólogos. De fijo el culto mesoamericano se remonta
en parentesco genético directo a Siberia, a la migración
a través del estrecho de Bering o por el puente terrestre de
la última época glacial.
María Sabina siempre ha estado en buenos términos con
la Iglesia. Si bien ella no sabe su propia edad, gracias a la
diligencia del señor Estrada nos enteramos de que, según los
registros parroquiales de Huautla, nació el 17 de marzo de
1894 y fue bautizada como María Sabina ocho días des-pués.
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Parece ser que, hasta donde se recuerda hoy por hoy,
no ha habido conflicto entre la Iglesia y las prácticas habi-tuales
de los curanderos nativos. El padre Alfonso Aragón,
que se encargó cerca de veinte años de la parroquia hasta
1960, y que dio un vigoroso impulso a la Iglesia en Huau-tla,
mantuvo siempre cierto contacto con los sabios de su
parroquia. En una entrevista con Estrada, el padre Antonio
Reyes le dijo en 1970, hablando de su parroquia de Huau-tla:
La Iglesia no está en contra de estos ritos paganos, si así
puede llamárseles. . . No hay mucho de eso, la propia Ma-ría
Sabina es miembro de la Asociación del Apostolado de
la Oración y viene a misa el primer viernes de cada mes. . .
Es una persona humilde, por lo que me consta, y a nadie
le hace daño. . . Los sabios y curanderos no hacen compe-tencia
con nuestra religión, ni siquiera los hechiceros. TO-dos
ellos son muy religiosos y vienen a misa. Ellos no
hacen labor de proselitismo, por tanto, no son considera-dos
herejes y es remoto que se la lance anatemas, ¡huy!,
ni en el pensamiento.
¡Cuánto hemos progresado desde los días de Motoli-nía
y el Santo Oficio de la Inquisición de principios del si-glo
XVII!
Hay interesantes vislumbres en el libro que Alvaro Es-trada
nos ha dado. Tómese por ejemplo el capítulo XV. Re-lata
en detalle cómo María Sabina y un tal Apolonio Te-rán,
hace unos treinta anos, se ocuparon en la organización
de la hermandad del Sagrado Corazón de Jesús, por un lado,
y de la primera mayordomía, por otro. Eran sabios ambos,
y cada uno estaba al tanto de la vocación del otro. Pero ella
destaca que mientras trabajaban juntos no hablaban de sus
“sabidurías”, ni aun entre ellos. Sólo hablaban de cosas de
las hermandades y las mayordomías. “Los sabios no deben
andar propagando lo que son, porque es asunto delicado.”
Aquí tenemos en sus propias palabras, pues, el obstáculo
que hace más de veinte años tuve que vencer cuando yo,
un forastero rubio, un extraño, irrumpí en aquel círculo
secreto. Aunque ella dice que obedece a la Iglesia y a las
autoridades municipales, y afirma que cuando acogió fa-vorablemente
mi solicitud sencillamente satisfizo los de-seos
del síndico municipal Cayetano García, yo no dejo de
dudar. Añade que hasta me habría concedido una velada sin
el patrocinio de las autoridades. De no ser por Cayetano
yo nunca la hubiera conocido, y, de haberla encontrado
por rara casualidad, ¿de veras me habría hecho una velada?
Esto, sin duda, es discutible.
“Es cierto -dice- que antes de Wasson nadie hablaba
con tanta soltura acerca de las cositas. Ningún mazateco
revelaba lo que sabía de este asunto. . . Los honguitos son
la sangre de Cristo. Cuando los mazatecos hablamos de los
honguitos, lo hacemos en voz baja, y para no pronunciar
el nombre que tiene en mazateco (n di si tjo) los llamamos
cositas o santitos. Así los llamaban nuestros antepasados”
(cap. XVI).
Es extraordinario el relato de su vida que nos hace Ma-ría
Sabina, con el señor Estrada como mayeuta. En 1971
Irmgard Meitlaner Johnson y yo volvimos a visitar Huau-tla.
Teníamos noticia de lo ocurrido desde mi última visi-ta
en 1962 y temíamos que el tumulto del gran mundo hu-biese
cambiado radicalmente a María Sabina. Quedamos
atónitos al ver que, contra lo que esperábamos, María
Sabina seguía igual. Esto lo confirma de sobra el libro que
ahora presentamos al público. No se vanagloria. El gober-nador
de Oaxaca le ha regalado dos colchones para la pri-mera
cama que ha tenido en su vida. Ha visitado a los “se-res
principales” de las ciudades de Oaxaca y de México, y a
su vez los grandes del mundo la han ido a buscar a su hu-milde
choza, alta en el paso de Huatla a San Miguel. La ha
visitado un obispo, no hay la menor razón de dudarlo. Que-ría
probar los hongos, pero no era temporada de hongos. Le
pidió que enseñase su sabiduría a la generación menor de
sus descendientes, y su réplica de ágrafa fue memorable:
Le dije que se puede heredar el color de la piel o de los
ojos, incluso la manera de llorar o de sonreír. Pero con la
sabiduría no puede hacerse lo mismo. La sabiduría se trae
consigo de nacimiento. Mi sabiduría no puede enseñarse.
Es por eso que digo que mi lenguaje nadie me lo enseño,
porque es el lenguaje que los honguitos dicen al entrar a mi
cuerpo. Quien no nace para ser Sabio, no puede alcanzar
el Lenguaje aunque haga muchas veladas. (P. . . )
Ni una vez me reprocha María Sabina haber dado a cono-cer
al mundo los hongos y los dones de ella como mi-nistrante.
Pero no sin angustia leo sus palabras:
Antes de Wasson yo sentía que los hongos santos me ele-vaban.
Ya no lo siento así. . . Si Cayetano no hubiera traí-ഊdo a los extranjeros, los honguitos conservarían su poder. . .
Desde el momento en que llegaron los extranjeros. . . los
honguitos perdieron su pureza. Perdieron su fuerza. Fueron
profanados. De ahora en adelante los honguitos ya no ser
viran. No tiene remedio.
Estas palabras me estremecen: yo, Gordon Wasson, soy
hecho responsable del fin de una práctica religiosa en Meso-américa
que se remonta a milenios atrás. “Los honguitos
ya no servirán. No tiene remedio.” Me temo que dice la
verdad, ejemplificando su sabiduría. Una práctica reali-zada
en secreto durante siglos ha sido sacada a la luz, y la
luz anuncia el final.
Cuando mi primera velada con María Sabina en 1955,
tuve que optar: ocultar mi experiencia o decidirme a pre-sentarla
dignamente al mundo. No dudé un momento.
Los hongos sagrados y el sentimiento religioso concentra-do
en ellos por las sierras del México meridional tenían
que ser dados a conocer al mundo, y como era debido, sin
importar lo que me costara. De no hacerlo así, la “consulta’
al hongo” duraría unos años más, pero su extinción era y
es inevitable. El mundo sabría vagamente que había exis-tido
tal cosa, pero no la importancia de su papel. Por otro
lado, dignamente presentada, perduraría su prestigio y el
de María Sabina. Alvaro Estrada ha puesto el capítulo final
a mi esfuerzo concentrado, y se lo agradezco, así como a
María Sabina su cooperación.
1 El lector debe advertir que María Sabina es ágrafa, no analfabe-fa.
Los poetas que compusieron la Iliada y la Odisea, los himnos
védicos y el canto de Débora eran todos ágrafos. El mundo entero
lo era por entonces, y regiones inmensas siguen siéndolo. María
Sabina nunca encontró la palabra escrita en la sociedad en que cre-ció.
“Analfabeto”, con su matiz denigrante, quedaría mejor para
quienes, en un mundo invadido por la escritura, no se han propues-to
aprender a leer y escribir.
2 Estoy convencido de que los cantos eran musicalmente idénticos,
pero como no los grabé y en consecuencia no puedo probarlo, se-ñalo
que tal grabación está por hacer.
3 Su madre siempre la llamó “Bi”, y “Sabi” su primer marido, con-firmando
así el nombre que consta en el registro de la parroquia y
echando por tierra la leyenda de que adoptó el nombre de “Sabina”
cuando llegó a “sabia”.
4 Este nombre en mazateco es evidentemente, a su vez, un eufe-mismo
en lugar de una palabra aún anterior, perdida hoy. Signi-fica
simplemente “los queriditos que llegan saltando”.
Prólogo del libro de Alvaro Estrada María Sabina, la sabia
Danbury, Connecticut, 1 de diciembre de 1976 de los hongos, que editará próximamente Siglo XXI.
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