viernes, 15 de febrero de 2008

Milicianas ensalzan la lucha del EZLN

Diana Itzu Gutiérrez Luna


En diciembre pasado, durante tres días, más de 500 mujeres de distintas nacionalidades se reunieron en La Garrucha, principal bastión del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, para escuchar los testimonios de vida de las insurgentes antes y después del levantamiento armado.

“El principal problema no es con los hombres sino con los gobernantes”, atesta a manera de bienvenida la comandanta Dalia, durante el Primer Encuentro de las Mujeres Zapatistas con las Mujeres del Mundo, realizado del 29 al 31 de diciembre en el Caracol de La Garrucha, como parte del tercer Encuentro de los Pueblos Zapatistas con los Pueblos del Mundo. Las palabras de la insurgente se desnudan sin timidez ante los gestos y miradas de más de 500 mujeres de 30 nacionalidades, encapsuladas todas en un auditorio con piso de tierra, paredes y techo de madera que, pese a su precariedad, da la intimidad justa para hacer afable la reunión.

Los temas de las plenarias se enfocan en siete puntos: cómo vivían antes (del levantamiento armado) y cómo viven ahora; cómo se organizan para ser autoridades; comercio, venta y compra de productos, trabajos colectivos, cooperativas y sociedad; salud; educación; niños y niñas zapatistas; y las zapatistas y la Otra Campaña. Participan mujeres de La Garrucha, La Realidad, Morelia, Oventic y Roberto Barrios, los cinco Caracoles bastión del EZLN.

Las reflexiones atraen a los hombres que deambulan por el auditorio donde se realiza el encuentro. Aunque a ellos no les es permitida la entrada -por ser una plenaria desde y para las mujeres-, el prolongado eco de las bocinas despierta su curiosidad. Mientras las mujeres discuten, afuera, los milicianos llevan leña, preparan los guisos, acarrean agua para los baños y a veces escapan de las labores asignadas para mirar de lejos a sus compañeras. Los niños se concentran en una escuelita a un kilómetro de distancia del Caracol.

Encuentro con la memoria

En un retroceder veloz hacía antes del 1 de enero de 1994, los testimonios de las abuelas, insurgentas, milicianas, niñas, madres y promotoras esculpen historias de indígenas subyugadas por los patrones, hoy llamados gobernantes.

“El patrón nos tenía como animales”, dice una de las abuelas quien, al igual que las niñas, no cubre su rostro con pasamontañas. A su testimonio se une el de otras cuatro ancianas, quienes repasan la vida en las viejas fincas, las largas faenas y el maltrato. Entonces, dicen, su día empezaba a las dos de la mañana para cortar la leña, acarrear el agua, llegar hasta la casa grande del patrón, preparar café, moler la sal, hacer tortillas, panela, posol. Limpiar la casa, bañar y alimentar a los hijos ajenos, lavar la ropa de los hacendados, cuidar a los animales. Al final del día, llegar a su modesta choza a hacer lo propio. Descanar cuatro horas y al día siguiente, la misma jornada.

La abuela Amira comparte: “el patrón nos tenía como animales”. Su voz sube de tono cuando reivindica que el levantamiento zapatista, en 1994, les permitió dejar esa forma de esclavitud, “sino ahora seríamos mozas, el patrón era bravo, esos tiempos eran de mucho sufrimiento”, dice la anciana al tiempo que baja el rostro por largos segundos y sigue: “llego un día que el patrón ordenó a su gente para que agarraran y colgaran a la mujer para que la pudiera violar. Don Enrique Castellanos y Javier Albores tuvieron familia con sus criadas, si uno no entrega a su hija lo colgaban en el palo”. Eso ocurrió, dicen, cuando trabajaban en las fincas El Rosario, Las Delicias y El Porvenir.

La anciana Eva se desprende por unos minutos de sus recuerdos y los plasma en hojas en su lengua tseltal; Lucia traduce: “en los cañaverales molíamos sal para alimentar el ganado del patrón, a veces más de 100 kilos, el capataz nos vigilaba, nos pegaba con chicote, era tan duro que nos desmayábamos de dolor. Al esposo lo amarraban en un árbol desnudo durante uno o dos días, a nosotras nos hincaban en piedra filosa hasta que nos sangraban las rodillas”.

En un arrebato de indignación, Norma interviene: “¡Violaban a nuestras hijas desde niñas, y si las defendíamos nos mandaban matar!”, en un susurro que apenas se entiende, reprocha: “el maldito patrón nunca pagaba con dinero, sino con trago”.

Eva, Norma, Maribel y Araceli fueron las primeras ancianas que hace casi 20 años compartieron la clandestinidad junto con siete de los insurgentes que formaron el movimiento guerrillero en las montañas del sureste mexicano. Orgullosas, dicen que su integración a la milicia se dio no sólo de palabra, sino que también tomaron las armas.

Maribel evoca con nostalgia un pedazo de memoria guardado en las montañas: habla de cómo conseguían comida para los primeros guerrilleros: les daban camote, azúcar, pinole, pan, galletas. “Nunca nos olvidamos de ellos, caminábamos en picada en la noche, despacito para que no nos encontraran los perros. Cuando llegábamos hasta el campamento, ellos nos hablaban de política, nos enseñaban a manejar las armas y a vigilar; veíamos películas de la lucha en otros países, de otros pueblos que pelearon por su liberación. No eran películas de fiesta sino de valor. Aprendimos que aquí, quien hacía esa lucha se llamaba EZLN”.

Las insurgentas

Vestidas con traje de guerrilleras, las zapatistas atraen la lente de las cámaras de las fotógrafas. “Venimos representando a las insurgentas que se encuentran en diferentes posiciones de la montaña del sureste mexicano” -anuncia Gabriela, la vocera- “para hacernos milicianas tuvimos que dejar a la familia y casa. Dejamos todo para cambiar nuestra forma de vida. Aprendimos a leer y escribir, todo lo que no aprendimos en la casa lo hicimos en la montaña”, agrega.

“Con 515 años que como indígenas hemos padecido la explotación, estamos concientes que si es necesario pelear con armas ahí estaremos”, dice firme Elena. Ésta guerrillera, quien tiene el grado de capitana, explica cómo las mujeres se integraron al movimiento: “Nosotras como indígenas fuimos con palo y machete no para ganar dinero, sino por que nos dimos cuenta que sólo queda este camino. Sabíamos que íbamos a morir de enfermedad o hambre, pero no teníamos miedo, y salimos a demostrar al mal gobierno que las mujeres tienen valor, que tenemos libertad como mujeres. El mal gobierno no es tan fácil que nos destruya y humille. Nos vamos a defender porque somos el ejército del pueblo”.

Infancia zapatista

Cuando la memoria es muy corta, las palabras simples son las más francas. Las niñas toman el micrófono: “gracias a la lucha estoy presente con vida, sino estaría muerta por hambre y enfermedad por culpa del mal gobierno y el sistema capitalista”, expresa María Luisa, quien a sus nueve años de edad es la primera generación de niños que crece en la nueva forma de estructura social que desarrolla el EZLN. “No vamos a pedir permiso a nadie, no vamos a esperar nada del gobierno por que su mano está llena de sangre de niños inocentes y humildes”, dice reflexiva.

Estudia en una de las escuelas autónomas creadas por el EZLN, donde los preceptos son que los niños conozcan sus derechos, cuyo conocimiento, se les enseña, y es su mejor arma de defensa en la vida. “Tengo derecho a estudiar, a pasear, jugar y cantar, bailar en las fiestas cuando para mi es necesario divertirme. Yo como niña conozco la realidad, me siento orgullosa de ser zapatista, porque la resistencia es la mejor arma para nuestra existencia”, explica frente a un auditorio, sorprendido por la agudeza de su razonamiento.

Lucha por la dignidad

Durante la reunión con las promotoras de salud y educación, las milicianas aseguran que no buscan ser educadas ni formadas con discursos feministas. No quieren que se les vea como víctimas o que les tengan lástima. No quieren olvidar la cultura que les da la dignidad de ser indígenas. Lubia, promotora de salud, advierte: “lo que les platicamos no es para que nos tengan lástima, sino para que se den cuenta cómo vivimos fuera de las zonas zapatistas, donde aún somos despreciadas por ser indígenas”.

“Elegimos luchar por la vida y no esperar a la muerte”, explica Magali, en representación de las parteras de los Caracoles. Explica que la muerte de las mujeres por complicaciones durante el embarazo o el alumbramiento aún es uno de los principales problemas de las zonas indígenas. Las promotoras de salud coinciden en evitar la dependencia de instituciones de salud del gobierno o privadas. Dicen que en cada comunidad fomentan el que se cultiven hierbas medicinales y sólo en caso de que éstas no surtan efecto, recurran a la medicina de patente.

Las promotoras de salud zapatistas explican que su compromiso no sólo es atender al enfermo, sino dar pláticas y talleres de prevención, vigilar la consulta, acompañar al paciente, vacunar a los niños y a mujeres embarazadas; el control prenatal y la atención del parto o en su caso, del aborto. Anuncian que pronto habrá una clínica especializada en atención ginecológica. Concluyen que a diferencia de los médicos y clínicas privadas, para ellas la salud no es un negocio, sino parte de su compromiso con social.

Educación verdadera

Eugenia recuerda que desde niña sus padres no le daban el derecho a estudiar, porque a ellos les enseñaron que las mujeres sólo iban a la escuela a buscar novio y marido, “por eso muchas mujeres actualmente no saben leer ni escribir”, lamenta. Agrega que antes de 1994 la mayoría de niñas no iba a la escuela no sólo porque los maestros no se lo permitieran, sino porque los maestros las discriminaban por ser mujeres.

“No nos daban lugar para sentarnos, y nos prohibían jugar con niños. Si en la clase no entendíamos, los maestros nos pegaban con borrador o vara. Si les preguntábamos ¿cómo se hace? nos respondían con un regaño y mejor nos quedábamos calladas. Si hacíamos la tarea como sabíamos y cuando lo revisaban no estaba como ellos querían, entonces nos castigaban poniéndonos a barrer el salón o nos dejaban encerradas. No les importaba si llegábamos noche a la casa”, explica y agrega que esas fueron algunas razones por las cuales, dentro de los fines de la lucha zapatista se decidió iniciar en las comunidades “una nueva educación”.

La “educación verdadera”, como ellas le llaman, se basa en las siete demandas zapatistas, relacionadas con cuatro áreas de conocimiento: lengua; historia y política; vida y medio ambiente; matemáticas. El propósito de su educación es construir un sistema de enseñanza analítico, liberador, reflexivo y dueño de la realidad, donde nunca más se excluya a las mujeres.

En las comunidades zapatistas, el rechazo a los partidos políticos es otro de los principios básicos. Al respecto, Vanesa, otra de las asistentes: “Antes era la esclavitud por el patrón, ahora es la de los partidos políticos, ofrecen migajas para la votación, el Progresa a las mujeres y el Procampo a los hombres, por eso nosotras las zapatistas no participamos en las elecciones, porque no buscamos el poder en una sola persona, sino en el pueblo”.

Durante los tres días del encuentro tres palabras no se separaban en voz de las ponentes: “mujeres indígenas zapatistas”. No se escuchan los términos feminismo o género, y es precisamente por el contexto histórico, social y político de las milicianas: esclavitud, pobreza, etnocidio, racismo, guerra de “baja intensidad” son parte de su bagaje.

Las palabras surgen mientras la escucha lo permita, la intimidad del encuentro con la memoria retroalimenta a todas las participantes. La reunión entre las mujeres indígenas y no indígenas genera simpatías, entendimiento y respeto. “Estamos poniendo en la práctica la resistencia y la rebeldía y, no es por capricho; no somos rebeldes contra nuestras compañeras o compañeros, nos hicimos rebeldes contra el sistema que vivimos”, concluye Vanesa.

Revista Contralínea

Publicado: Año 4 / Febrero 2008 / Número 39

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