martes, 26 de enero de 2016

San Andrés: 20 años después Luis Hernández Navarro

San Andrés: 20 años después
Luis Hernández Navarro
Hace casi veinte años, el 16 de febrero de 1996, en San Andrés
Sakam'chén de los pobres, se firmaron los Acuerdos de San Andrés sobre
Derechos y Cultura Indígena. Sin fotografía de por medio, los
zapatistas y el gobierno federal estamparon su rúbrica en los primeros
compromisos sustantivos sobre las causas que originaron el
levantamiento armado de los indígenas chiapanecos.

Aunque el gobierno federal y los legisladores de la Comisión para la
Concordia y Pacificación (Cocopa) deseaban efectuar una ceremonia con
bombo y platillo, los comandantes del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN) se negaron a echar las campanas al vuelo. En un
discurso improvisado, el comandante David explicó las razones de su
negativa: Queremos que sea un acto sencillo. Nosotros somos sencillos,
vivimos con sencillez y así queremos seguir viviendo.

Tampoco aceptaron tomarse la foto. "Llegamos –dijo el mismo comandante
David– a un acuerdo pequeño. No nos dejemos engañar que sí se ha
firmado la paz. Si no aceptamos firmar abierta y públicamente es
porque tenemos razón."

Y, después de denunciar las agresiones gubernamentales de las que
habían sido objeto, y recordar que siempre nos han pagado con traición
nuestra lucha, advirtió: Hemos firmado por eso en privado. Es una
señal que mostramos al gobierno que nos ha lastimado. Y esa herida que
nos ha hecho nos ha lastimado.

Los acuerdos de San Andrés se signaron en un momento de enorme
agitación política en el país. Catalizado por el levantamiento del
EZLN, emergió un beligerante movimiento indígena nacional. La
devaluación del peso en diciembre de 1994 precipitó una enorme ola de
inconformidad y el surgimiento de vigorosos movimientos de deudores
con la banca. Los conflictos poselectorales en Tabasco y Chiapas se
convirtieron en reclamo nacional en favor de la democracia. El
conflicto entre Carlos Salinas, presidente saliente, y Ernesto
Zedillo, el entrante, adquirió proporciones mayúsculas.

La desconfianza rebelde de ese 16 de febrero resultó premonitoria. Una
vez que la ola de descontento social fue neutralizada, el gobierno
federal se desdijo de su palabra. El Estado mexicano en su conjunto
(es decir, los tres poderes) traicionó a los zapatistas y los pueblos
indígenas negándose a cumplir lo pactado. El pago de la deuda
histórica que el Estado tiene con los pueblos originarios fue
escamoteado. En lugar de abrirse las puertas para establecer un nuevo
pacto social incluyente y respetuoso del derecho a la diferencia, el
Estado decidió mantener el viejo statu quo. En vez de reconocer a los
pueblos indígenas como sujetos sociales e históricos y su derecho a la
autonomía se optó por hacer perdurar la política de olvido y abandono.

El asunto no quedó allí. De la mano de la decisión de no reconocer los
derechos indígenas, se cerraron las puertas para un cambio de régimen.
San Andrés ofreció la oportunidad de transformar radicalmente las
relaciones entre la sociedad, los partidos políticos y el Estado. En
lugar de hacerlo, desde el gobierno y los partidos políticos se
impulsó una nueva reforma política al margen de la mesa de Chiapas.
Con el argumento de que vivíamos una normalización democrática se
reforzó el monopolio partidario de la representación política, se dejó
fuera de la representación institucional a muchas fuerzas políticas y
sociales no identificadas con estos partidos y se conservó,
prácticamente intacto, el poder de los líderes de las organizaciones
corporativas de masas.

Lejos de arriar sus banderas ante la traición, el zapatismo y el
movimiento indígena mantuvieron su lucha y su programa. En amplias
regiones de Chiapas y en otros estados pasaron a construir la
autonomía de facto y a ejercer la autodefensa indígena. Como hongos
florecieron gobiernos locales autónomos, policías comunitarias,
proyectos productivos autogestivos, experiencias de educación
alternativa, recuperación de la lengua.

Simultáneamente, se reforzó en todos sus territorios la resistencia
ante el despojo y la devastación ambiental. Desde hace dos décadas,
los pueblos indígenas han sido protagonistas centrales en el rechazo
al uso de semillas transgénicas y la defensa del maíz, la oposición a
la minería a cielo abierto y la deforestación, el cuidado de los
recursos hídricos y el repudio a su privatización, así como a la
reivindicación de lo común. En condiciones muy desfavorables han
impulsado luchas ejemplares.

En los territorios indígenas las reformas neoliberales y el saqueo de
los recursos naturales han topado con la acción organizada de las
comunidades originarias. En diversas regiones del país los proyectos
depredadores han debido suspenderse o posponerse hasta mejores tiempos
como fruto de la lucha de los pueblos.

La decisión estatal de hacer abortar la mesa de San Andrés e incumplir
los acuerdos sobre derechos y cultura indígenas precipitó la extensión
y profundización de los conflictos políticos y sociales al margen de
la esfera de la representación institucional en todo el país. Sus
protagonistas están fuera o en los bordes de las instituciones.

Mientras, el acuerdo político alcanzado entre el gobierno y los
partidos políticos en 1996 hizo agua. La sociedad mexicana no cabe en
el régimen político realmente existente. La aprobación de las
candidaturas independientes (reivindicada en la mesa de San Andrés
sobre democracia por el zapatismo y sus convocados) y la crisis de la
partidocracia tal como la conocemos han propiciado el surgimiento de
fuerzas centrípetas dentro de los mecanismos de representación
política.

En esas circunstancias, no nos extrañe que, a veinte años de la firma
de los acuerdos de San Andrés, surjan en el seno de los movimientos
indígena y de los excluidos nuevas formas de hacer política, hasta
ahora inéditas. Formas en la que tampoco se tomarán la foto.

Twitter: @lhan55
http://www.jornada.unam.mx/2016/01/26/opinion/017a2pol

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